El amarte no es sólo la alegría del presente, sino la
esperanza de un amor que el tiempo no puede deteriorar. Serte fiel en mi amor
es lo mismo que serte fiel como un tú amado por mí. La esperanza de tu
felicidad futura es el modo de serte fiel en el amarte en el presente.
Ser feliz es amar y ser amado
Bárbara P. Bucker,
mc
vidareligiosa.es
¿Se puede ser feliz en la vida religiosa? Para muchos,
no. Otros hemos apostado por ella. Yo comparto mi propia experiencia porque mi
mayor crisis fue la búsqueda de felicidad sin encontrarla… hasta que comprendí
que sólo se encuentra la felicidad si se busca también la fidelidad. Dos
palabras muy semejantes, pero con importantes matices:
- Estoy convencida de que la felicidad es un don que nos
viene en forma gratuita y sólo así se la experimenta; en tanto que la fidelidad
es un compromiso de nuestra vida.
En este artículo se establece una ecuación entre
felicidad y amor, pero en el amor hay dos aspectos, el activo y el pasivo. Sólo
desde el activo se accede a la felicidad auténtica, pero se incluye también el
pasivo de haber sido amadas y amados.
La experiencia de haber sido personas amadas
La experiencia de haber sido persona amada comienza
antes de nacer, en la gestación amorosa en el vientre materno; es una
experiencia no conceptual, racional, pero si vital, almacenada en lo profundo.
Hay corrientes terapéuticas psicológicas que parten de la vida pre-natal. Hemos
recibido el amor antes de darlo.
La experiencia de ser persona amada va creciendo en
forma consciente en los primeros años de la vida, para lo cual se necesitan
ciertas condiciones ambientales dentro de la familia misma. La fidelidad de los
esposos en el amor conyugal es un elemento que en la conciencia infantil va
sedimentándose como sentido de la vida. La separación o divorcio de los padres
es un trauma profundo para los hijos. Si no se dan condiciones óptimas de
infancia feliz ¿se bloquea el futuro de la felicidad para toda la vida? No pretendo
dar una respuesta profesional sino narrar la experiencia de un sacerdote,
director de ejercicios espirituales, al encontrar en su grupo una religiosa
negra que en los días de descanso era el centro de la atención y de la alegría
de todo el grupo. En una entrevista personal le preguntó cómo había sido su
infancia. «Nunca conocí a mis padres, fui educada por tíos y tías. Sentí
vocación, entré a la vida religiosa, pero me sentí siempre marginada por el
color de mi piel …». Paso a paso las experiencias de haber sido amada parecían
estar ausentes. «¿Y cómo ahora te sientes tan feliz?». Padre, ¡siento que Dios
me ama!
La experiencia básica que Jesús nos quiso comunicar con
su evangelio es sentirnos amados y amadas por un Dios que es Padre. Así de
sencillo y de fundamental. La vida religiosa, es una vocación para dar
testimonio de este amor en una vida llena de amor al Padre y también a todos
los hermanos y hermanas.
Somos personas amadas por un amor incondicional
El amor de nuestros padres y educadores parece tener una
condición: “si somos buenos”. El amor es recompensa a nuestros méritos, no es
regalo gratuito sino premio. Pero de nuevo una experiencia de fe rompe con este
esquema. Dios nos ama sin condiciones, seamos buenos o malos. Nos ama porque Él
es bueno. La lluvia y el sol se dan a todos sin discriminación, un amor que a
nadie margina pero que también elige a algunos para actuar junto con Él en una
historia de un amor para todos. Si estos elegidos reciben un poder especial es
el de amar sirviendo y servir amando, porque así es el amor del Padre que crea
todo y del Hijo que redime de todo mal. Por eso, ante nuestra fragilidad y
pecado se nos revela como misericordioso. En otros términos, “Dios nos ama a
pesar de… “y los puntos suspensivos incluyen nuestra realidad de pecador. La
paternidad de Dios nos perdona y nos pide hacer lo mismo. El perdón es también
un amor que libera para hacer el bien.
Jesús responde a una pregunta de Pedro: ¿cuántas veces
hay que perdonar? ¿hasta siete veces? (Mt 18, 21). El que Pedro sea quien
pregunte es significativo, porque las “llaves del Reino” que Jesús promete a su
Iglesia son precisamente las del perdón gratuito y amoroso. Y Pedro debe saber
que ese poder no le ha sido dado por su conducta ejemplar, sino a pesar de haber
negado conocer al Maestro. Después de este pecado, Pedro se sentirá perdonado
al responder a las tres preguntas sobre el amor. Quien ama ciertamente conoce
al que ama.
Me siento feliz porque amo
Esta perspectiva cambia el amor de receptivo a activo.
El amar va acompañado por una alegría y un gozo muy especiales cuando hay
reciprocidad de quienes aman y son amados, el amor es el flujo afectivo que va
y vuelve de unos a otros. Pero el amor según el Evangelio va más allá, porque
el amor tiene exigencias que a veces parecen implicar la renuncia a la
experiencia del gozo de amar. Pasamos de la significación, del amor en cuanto
me hace sentirme feliz, a la del amor que se centra en hacerte feliz.
Sé que te amo si quiero que te sientas feliz y deseo que
seas feliz siempre
En esta vivencia el amor y la felicidad van unidos no en
mí, sino en ti, y aparece el otro concepto de fidelidad, porque serte fiel en
el amor da al mismo amor una garantía de estabilidad que parece exigida siempre
por la felicidad. ¿Acaso la felicidad verdadera puede ser “efímera”? ¿Acaso no
decimos, interna o externamente cuando amamos de verdad “hasta que la muerte
nos separe” y “incluso después de ella?
Que la promesa de amor fiel fundamente la institución
del matrimonio encierra la aparente contradicción de hacer del acto más libre,
el amar, el acto más obligatorio, como la ley. Desde los orígenes bíblicos del
pecado original se nos ha insistido en que todo pecado es una desobediencia,
cuando según el relato bíblico se desobedece a Dios porque primero se ha
perdido la confianza en Él. De un Padre amoroso se pasa al dios severo y
egoísta que no quiere compartir su amor y su vida con los hijos que ha creado.
Desde esa tentación la humanidad arrastra “el síndrome
de la ley”, que no lleva al amor sino que se vuelve instrumento de las
injusticias y maldades convertidas en legalidad. Jesús en la Cena no sólo
manifiesta su amor en darnos su Cuerpo y su Sangre, sino también en darnos un
solo mandamiento que es el de amar como Él amó. La ley-del-amor será para
siempre el criterio del legítimo ejercicio de la autoridad que impone leyes en
la Iglesia y por tanto la luz orientadora de todo poder legislador.
En la vida religiosa el amar a Jesús con todo el corazón
pone la felicidad en el campo de la fidelidad. Los votos son promesas de
fidelidad. La fidelidad en el amor prometido a Dios no puede ser nunca causa de
infelicidad en la vida religiosa. En cambio las verdaderas causas de
infelicidad provienen en su mayor parte no sólo del “obedecer mal”, sino también
del “ejercer mal la autoridad” sin el amor evangélico.
Recibir el don gratuito de la felicidad por haber
buscado la fidelidad
La felicidad no es un objetivo por conseguir, sino un
don que se nos da. El amor que nos lleva a la felicidad no es un medio para ser
feliz, sino expresión de algo que viene a nosotros por pura gratuidad. En el
amor está la felicidad, porque hemos experimentado el ser amados y nos hemos
sentido felices al amar, creciendo cada vez más en desplazar el eje de mi
sentimiento de felicidad del yo al tú y por tanto saliendo de todo amor
egoísta. El amor no se cierra por fuerzas centrípetas, sino sale generosamente
en movimiento centrífugo de dentro para afuera. El amor tiene su pleno sentido
cuando se estabiliza, se vuelve flujo permanente. La estabilidad del amor no es
inmovilidad estática, sino movimiento, dinamismo que coexiste con el tiempo de
la vida. El amarte no es sólo la alegría del presente, sino la esperanza de un
amor que el tiempo no puede deteriorar. Serte fiel en mi amor es lo mismo que
serte fiel como un tú amado por mí. La esperanza de tu felicidad futura es el
modo de serte fiel en el amarte en el presente. Felicidad y fidelidad se unen,
pero la primera como un don que se nos da sin buscarlo y la segunda como una
opción libre de caminar siempre por este camino.
Cuando el amor nos hace felices en medio del sacrificio
Sernos fieles en el amor es entender el amor no sólo
como gozo, sino también como dolor. Si amar “vale la pena”, su valor se
reforzará por las penas. El sufrir, que parece alejarnos del gozo, en realidad
lo revela porque es gozo de la persona amada y no de sí mismo. Los místicos
entendieron muy bien el amor compatible con las “llagas”.
Por eso sin amor, cada vez más puro y transparente, no
se descubrirá la unión de la felicidad con la fidelidad. Pero con amor los dos
términos aparecen como lados de una misma moneda. Si el gozo de mi amor es dar
todo para que seas feliz en ese darlo todo está implícito cualquier sacrificio
como “el precio para amarte de verdad”.
Por la fe comprendemos que la presencia simultánea de
gozo y dolor es la clave de las bienaventuranzas y del amor redentor del Hijo
hacia el Padre y los hermanos.
Las bienaventuranzas, alegría paradójica del amor
sufrido
Se nos hace claro que la felicidad no puede existir sin
fidelidad; y que ser feliz no puede disociarse de otras experiencias que
entrañan compromiso en el amor. Los estudiosos de la Biblia comparan las
bienaventuranzas de Jesús en la montaña, con la ley de Moisés en Sinaí. Moisés
promulga mandamientos que obligan; Jesús promete gozos del Reino que entrañan
una “alegría paradoxal”. Las bienaventuranzas no son obligaciones, son ofertas
de felicidad, pero no a quienes están exentos de dificultades e incluso
persecuciones, sino precisamente a quienes son perseguidos, marginados y
despreciados.
Hay oposición entre situaciones de dolor y promesas de
gozo. Por eso se interpreta los sufrimientos presentes (hambre y sed de
justicia, ser perseguidos, etc.) y los gozos prometidos, separados en dos
tiempos, el presente de nuestros sufrimientos y el futuro de nuestras alegrías.
Los gozos y las alegrías del amor al Padre y los hermanos se realizarán en la
escatología. Son “felicidades” en la fe para después por la esperanza, pero no
parecen ser felicidades para el tiempo presente en este valle de lágrimas.
Interpretar alegría y sufrimiento en el presente es más
fiel al Evangelio que nos dice que el Reino ya está entre nosotros, aun cuando
pueda ser visible sólo como un grano de mostaza. La plenitud de la felicidad es
escatológica, pero el “ya” de lo presente, aunque es también el “todavía no” de
lo futuro, es ya gozo y dolor. Las bienaventuranzas son “alegrías paradójicas”
que Jesús las anuncia como presentes, tan presentes como el Reino que llegó y
que se encuentra “entre nosotros”.
El elemento clave que une los “opuestos” en el presente
es el amor. Por el amor se hace “todo lo que vale la pena”. Cuando el valor es
obtenido la pena es justificada. Más aún quizá no exista valor auténtico que no
suponga una pena también auténtica, porque lo intrínseco al valor es la
jerarquía del aprecio. Lo que se aprecia más como valor no niega otros valores,
pero se “menosprecian” y no “desprecian”.
Si la descripción de la felicidad -no sólo como mi gozo
de amar, sino sobre todo amarte para que seas feliz-, une amor y felicidad,
entonces nos permite también unir felicidad-amor-fidelidad. ¿Podemos negar la
felicidad al Jesús moribundo en la cruz cuando “ama y es fiel en el amor hasta
el fin”? ¿Acaso no coexiste con su dolor el gozo de la redención, de la
fidelidad del Padre al Hijo, -no como lo exigen sus enemigos de salvarlo de la
muerte- al dar la vida resucitada al Hijo amado?
El amor filial y fraternal en la fidelidad y la
felicidad
Si la experiencia de haber sido amados antes de comenzar
a amar pasa desde la etapa prenatal a la vida consciente, esa experiencia se
vuelve símbolo del Comienzo Absoluto de todas las relatividades del espacio y
del tiempo. Es el Padre-Madre origen de todo lo que existe y por tanto de la
humanidad. La filiación de la humanidad, por estar ligada al tiempo y al
espacio no es eterna, pero la filiación existente en relación con el Padre
Eterno, más allá del espacio y el tiempo, es tan eterna como la paternidad y el
amor personal que los une. La familia humana es única, nos insiste Benedicto
XVI en “Caridad en la Verdad”. La vida religiosa convoca a seres humanos para
consagrarse por entero a la indivisible familia humana, con prioridad en los
más débiles y marginados de sus miembros. En otras palabras, el dedicarse por
entero a la felicidad del amor universal de la familia del Padre, pone cada
vida consagrada en la corriente del amor eterno como signo de la fidelidad del
amor del Padre por sus hijos e hijas.
Devolver bien por mal, un amor que une felicidad y
fidelidad
La felicidad es auténtica cuando es probada por la
fidelidad que es el rasgo existencial que acompaña la duración de la vida. El
Padre concede en la filiación el don de la libertad, como persona con
“conciencia de sí”. La libertad humana es la posibilidad del bien ante la
posibilidad del mal; es la posibilidad del amor entre personas ante el riesgo
de poner por encima las cosas del mundo creado; es decir sustituir a Dios por
el Dinero (símbolo de la cosificación de los humanos por desear el saber, poder
y tener que el dinero ofrece a quienes lo adoran).
El Hijo del Padre es testigo de la filiación y
fraternidad en la cruz. Matar a una hija o hijo de Dios es la mayor ofensa al
Padre, autor de la vida. La alegría paradójica de las bienaventuranzas se
expresa en su forma más pura cuando al lado de la muerte que acaba la vida de
Jesús se da el gesto de la redención que nos da la vida para Dios. No se trata
de que co-existan maldad y bondad, sino que por existir la bondad, la maldad
queda radicalmente vencida. Sería una formulación perfecta de las
bienaventuranzas: “Bienaventurado aquel que devuelve bien cuando recibe mal”. Y
esta es la obra del sacerdocio redentor de Jesucristo. Por eso, en la Nueva
Alianza no hay sino un sacerdote, una víctima y un altar: Cristo. De ese
sacerdocio único participan los ministros ordenados y todo el pueblo sacerdotal
de bautizados. Cada comunidad religiosa es una comunidad sacerdotal en el
sentido del sacerdocio del pueblo de Dios. Jesús manifiesta su sacerdocio devolviendo
vida redimida por el mal de ser eliminado de la historia de este mundo. Al
devolver bien por mal Jesús proclama la Paternidad y la Filiación actuando
juntas en perdonar a quienes no saben lo que hacen.
La vida religiosa es el espacio de una felicidad fiel y
una fidelidad feliz en el amor. Por el amor “todos nos regalamos mutuamente la
felicidad”, pero con la gratuidad y generosidad de quien no pone en la balanza
lo dado y lo recibido esperando el “justo” equilibrio. El amor nunca puede
ponerse en una balanza, no es su lugar. Su espacio propio es el corazón de las
personas. Un espacio tan divino que en Dios explica que tres personas puedan
coexistir en el amor mutuo, y tan humano que en el amor conyugal se pueda decir
que dos seres forman “una sola carne”.
Desde la fe, la unidad de amor con felicidad está
pidiendo también la fidelidad. Jesús es fiel cuando en Getsemaní dice al Padre:
“no se haga mi voluntad sino la tuya” y cuando en la cruz dice “en tus manos
entrego mi espíritu”. Ha sido fiel hasta el morir.
Al devolver bien por mal, realizamos en la Iglesia, lo
que la Esposa ofrece al Esposo a lo largo de los siglos. Devolver bien a quien
nos hace mal sobrepasa nuestras fuerzas. El Espíritu trabaja en nuestros
corazones para darnos aquello que no nace de la maldad que antecede sino de la
eterna Bondad de quien hizo bien la creación y creó para el bien y la felicidad
a cada uno de sus hijos e hijas en la familia universal.
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