El día 2 de febrero es la fiesta de la
Presentación del Señor
en el templo. Desde el año 1997, por iniciativa del beato Juan Pablo II,
se
celebra ese día la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. En ese día
miramos a
la vida consagrada y a cada uno de sus miembros como un don de Dios a la
Iglesia
y a la humanidad. Juntos damos gracias a Dios por las Órdenes e
Institutos
religiosos dedicados a la contemplación o a las obras de apostolado, por
las
Sociedades de Vida Apostólica, por los Institutos Seculares, por el
Orden de
las Vírgenes, por las Nuevas Formas de Vida Consagrada.
En un tiempo y en un mundo en que está
al alcance de
la mano el riesgo de construir al hombre en una sola dimensión, que
inevitablemente acaba por ser la historicista e inmanentista, los
religiosos
están llamados a tener vivo el valor y el sentido de la oración
adorante, no
desconectada, sino unida al compromiso vivo de un generoso servicio
prestado a
los hombres, que precisamente de ella trae posibilidades e impulso.
(cf., Juan
Pablo II, Discurso a los Superiores Generales, 1979).
Los religiosos y las religiosas en la iglesia y en el mundo
+Ángel Rubio Castro - Obispo de Segovia
lunes, 30 de enero de 2012
revistaecclesia.com
La vida consagrada no es algo caduco, pasado, superado,
vestigio de una Iglesia en extinción. Hay una valiente expresión de su
vitalidad actual: su disponibilidad misionera. Nunca como en estos años ha
habido tantas fundaciones, precisamente en momentos agravados por la dificultad
numérica que sufren los institutos de vida consagrada.
Los religiosos y religiosas representan en la Iglesia un
estado de vida que se remonta a los primeros siglos de su historia y que ha
dado siempre, una y otra vez, abundantes y sabrosos frutos de santidad, de
incisivo testimonio cristiano, de apostolado eficaz, e incluso de aportación
notable a la formación de un rico patrimonio de cultura y civilización en el
ámbito de las diversas familias religiosas.
La Iglesia, que es el rostro visible de Cristo en el tiempo,
acoge y nutre en su propio seno órdenes e institutos de estilo tan diverso,
para que todos juntos contribuyan a revelar la rica naturaleza y el dinamismo
polivalente del Verbo de Dios encarnado y de la misma comunidad de los
creyentes en El.
Pero hay otro motivo sobre todo que justifica y exige el estado
de vida de los religiosos. En un tiempo y en un mundo en que está al alcance de
la mano el riesgo de construir al hombre en una sola dimensión, que
inevitablemente acaba por ser la historicista e inmanentista, los religiosos
están llamados a tener vivo el valor y el sentido de la oración adorante, no
desconectada, sino unida al compromiso vivo de un generoso servicio prestado a
los hombres, que precisamente de ella trae posibilidades e impulso. (cf., Juan
Pablo II, Discurso a los Superiores Generales, 1979).
Siendo los religiosos, como sabemos, parte viva y entrañable
de la Iglesia, no cabría siquiera plantear el problema de si están interesados
o no por el bien del mundo. Lo están tanto como lo está la Iglesia. ¡Ay del
mundo, si faltara el estado religioso! No; no son los religiosos personas
"desentendidas" o "inútiles", son, por el contrario,
beneméritos de la humanidad. Lo son, sin duda, los religiosos de vida activa,
gastando sus fuerzas y la vida misma en enseñar al que no sabe, en buscar la
oveja descarriada, en asistir al enfermo... Pero lo son, no menos, los que se
escondieron a las miradas del mundo, profundizando en las entrañas de Cristo,
donde encontraron y abrazaron a todos los redimidos por Cristo. Los religiosos,
al mismo tiempo que son una perla de la Iglesia, prestan a todos los hombres
generosos servicios de toda índole.
En la Iglesia que es como el sacramento, es decir, el signo y
el instrumento de la vida de Dios, la vida consagrada aparece como un signo
particular del misterio de la Redención. Seguir e imitar a Cristo “desde más
cerca”, manifestar “más claramente” su anonadamiento, es encontrarse “más
profundamente” presente, en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos.
Porque los que siguen este camino “más estrecho” estimulan con su ejemplo a sus
hermanos; les dan este testimonio admirable de “que sin el espíritu de las
bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios” (cf.,
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 932).
Sea público este testimonio, como en el estado religioso, o
más discreto, o incluso secreto, la venida de Cristo es siempre para todos los
consagrados el origen y la meta de su vida. El Vaticano II afirma: “El Pueblo
de Dios, en efecto, no tiene aquí una ciudad permanente, sino que busca la
futura. Por eso el estado religioso [...] manifiesta también mucho mejor a
todos los creyentes los bienes del cielo, ya presentes en este mundo. También
da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la redención de Cristo y
anuncia ya la resurrección futura y la gloria del Reino de los cielos”.
El mejor regalo para la Iglesia al servicio del evangelio
seria contar con religiosos y religiosas testigos de Dios Padre, Dios Madre,
Dios amigo y Dios Amor. Un Dios que
sufre y llora en la carne de todos los que sufren y lloran. Cualquiera que sea
su edad, ya estén jubilados o en activo, los religiosos y religiosas son
testigos de la misericordia y de la ternura de Dios hacía todo ser humano. La
vida consagrada tiene mucho futuro por delante.