CRISTO
NOS ENSEÑA A AMAR
30 preguntas
para no equivocarse
en la aventura más importante de la vida
Preparado por el Instituto Pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el Matrimonio y la Familia
jp2madrid.org
“El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Si se ama el amor humano nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso». Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello” (Juan Pablo II).
1. El amor, ¿vive en el mundo real o el de los sueños?
“Mantente
despierto, la vida es breve” decía el anuncio de una marca de café. Nos
recordaba así que muchas veces vivimos nuestra vida como si durmiésemos, como
quien está soñando. Por muy vivos que sean los sueños nunca podrán sustituir la
realidad. Por muy bellos o agradables que sean, son solo una construcción
nuestra: no tiene un origen, y sobre todo, no tienen una meta, no tienen
destino. Para vivir de verdad, para vivir en la realidad, es necesario estar
despiertos, como dice el anuncio. Es necesario aceptar que vivimos en un mundo
con personas reales que pueden enriquecernos o defraudarnos, porque no las
creamos nosotros. Es decir, para despertar a la vida, es necesario despertar al
amor. Solo se despierta quien ama. El amor evita que confundamos la vida con un
sueño. Este es el mundo real, el de las personas que están a nuestro lado, con
una existencia que es siempre más grande que nuestros deseos o que las ideas
que nos hacemos de ellas. El amor hace surgir un horizonte que no se desvanece
de golpe, como el de los sueños, sino que se ensancha siempre hacia la meta,
hacia un destino lejano y maravilloso. La vida es breve... ¡despierta al amor!
2.
¿Por qué el amor nos atrae tanto?
“Hoy
la tierra y los cielos me sonríen / hoy llega al fondo de mi alma el sol. / Hoy
la he visto..., / la he visto y me ha mirado... / ¡Hoy creo en Dios!” Así decía
un poeta español, queriendo describir sus sensaciones de enamorado. También a
él, como a todos, el amor le cambiaba la vida, le llenaba de un entusiasmo
inesperado e incontenible, hasta parecerle sobrenatural, incluso divino. Esta
es la fuerza del amor: eleva al que ama más allá de sus expectativas, le abre
nuevos horizontes e infinitas posibilidades. Es tan grande la alegría que da el
amor, que quien lo experimenta corre un peligro: creer que ha llegado ya a la
meta. El enamorado queda tan sorprendido de la luz que ha inundado su vida que
no hace otra cosa que contemplarla. Al igual que le sucede a un caminante que,
tras haber avanzado por senderos oscuros, se encuentra ante una llanura
maravillosa e interminable y, en vez de atravesarla, se parase a contemplar la
nueva visión. Cuando un enamorado se comporta así, su amor acaba por agotarse,
pronto cansa o aburre. El amor nos fascina porque contiene una promesa de
belleza, algo tan grande que deseamos poseerlo inmediatamente, en un instante.
Pero esto no es posible. El amor nos invita a caminar a lo largo de su sendero,
un sendero nuevo que podemos construir solo paso a paso. Si no aceptamos la
invitación que nos hace el amor, si nos olvidamos que es una promesa de belleza
y no una cosa ya hecha, rápidamente acabará por desilusionarnos. “La felicidad
no se compra. Se construye” decía el eslogan de otra campaña publicitaria. Lo
mismo pasa con el amor.
3.
¿El amor es siempre igual, siempre verdadero, o hay también amores falsos?
El
amor contiene una promesa de felicidad: para vivirlo es preciso aceptar con
confianza la promesa que nos hace. Quien confía solo en las propias seguridades
porque no quiere cometer errores, ese no cree en el amor, jamás podrá amar. El
amor es algo que no nos pertenece, que no depende de nosotros. Es necesario
confiarse al amor, abrirse a él, dejarse conducir por él. No importa que
hayamos tenido malas experiencias. El amor no es el sentimiento débil y fugaz
que algunos nos describen. El amor es más bien la fuerza que nos acompaña desde
el inicio de nuestra vida; que existía antes de que viniésemos al mundo, en el
abrazo de nuestros padres; que ha sostenido nuestros primeros pasos. Y entonces
decimos: Sí, es posible creer en el amor, porque el amor ha venido a mí
primero. Dale crédito al amor: el amor ya te ha dado crédito a ti. De este modo
la apertura al amor no es un salto en el vacío. Todo amor tiene siempre una
meta. Si no la tiene, entonces gira en redondo y se pierde en instantes fugaces,
incapaz de seguir un sendero que conduzca hacia el horizonte lejano. Cuando no
tiene meta, el amor deja de ser amor. ¿Cuál es nuestra ruta y nuestra brújula
para creer en el amor? ¿Cómo distinguir el amor verdadero del falso? Pregúntate
si tu amor tiene meta o si das vueltas en círculo. Pregúntate si tu amor
construye algo o si es un amor-burbuja, en que dos amantes se limitan a mirarse
embelesados el uno al otro... Pregúntate si tu amor te hace crecer y madurar...
si te promete y abre un camino. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él” (1Jn 4,16), dice la Biblia. Conocer a Jesús y tener fe en
Él, es creer en su amor, porque su amor te ha encontrado ya a ti. Es
experimentar su fuerza y saber que, con este amor, se puede llegar al final.
4.
¿Existen distintos tipos de amores?
La
música es una sola y, sin embargo, hay muchas formas distintas de tocarla. Del
mismo modo, también hay formas distintas de amar. La música, por ejemplo, puede
cantarse en coro. Nuestra voz se une con otras voces. Así es más fácil seguir
la melodía y no perder el tono. Cuando cantamos en coro nos une un mismo ritmo,
nos contagiamos la pasión por la misma música, nos atrae un mismo misterio.
Pues bien, cantar en coro se parece a un tipo de amor, la amistad. Cada amor se
distingue por los bienes que se comparten en él: a los amigos les une un ideal
común, una visión común, una obra común. Por eso los amigos quieren lo mismo y
rechazan lo mismo, hasta verse a sí mismos en el otro, igual que quienes cantan
a coro están unidos en una misma pasión y en una melodía común. Hay otro tipo
de música: un dúo de instrumentos que dialogan entre sí, cada uno poniendo una
parte de la pieza, de forma que entre los dos se haga armónica y bella. Se
parece esto al amor esponsal, entre hombre y mujer. Aquí también están los dos
unidos por un mismo amor a la música, pero ahora cada uno desempeña un papel
distinto, y los dos se complementan, se inspiran, sacan lo mejor del otro en su
diferencia. Sin el otro no podrían tocar la partitura, que quedaría incompleta,
llena de silencios, rota. ¿Qué bienes comparte este amor? Se trata de la unión
en la intimidad, es más, de la formación de una intimidad común, que se abre a
la transmisión de la vida. Por eso este amor es exclusivo de la pareja: abrirlo
a un tercero es infidelidad.
Por
último, podemos pensar en otro tipo de música, la de una orquesta. Un único
director reparte a cada músico su papel y su entrada, convierte el sonido de
todos en un único movimiento de ritmo y armonía. Esta música se parece a otro
tipo de amor, el amor filial, que cada hombre y cada mujer recibe de sus padres
y, en último término, de Dios Creador. Este es el amor primero, de donde bebe
el amor de los amigos y los esposos, la fuente de todos los tipos de música.
5.
El amor, ¿es algo que se encuentra, o hay que aprenderlo?
Cuando
se encuentra el amor, nos parece que ya hemos alcanzado la felicidad plena.
Todo nos parece hermosísimo, perfecto; corremos el riesgo de hacer como el
caminante: pararnos a mirar el horizonte que se ha abierto ante nosotros. Sin
embargo, como ya hemos dicho, no basta contemplar nuestro amor para vivirlo en
su verdad; al igual que no basta amar la música para saber tocarla. Es
necesario el tiempo, el estudio y mucha práctica para llegar a ser verdaderos
músicos. Como la música, el amor es un arte que no se aprende ni cultiva en
solitario, sino junto a la persona amada. Y hay que contar también con la ayuda
de un maestro al que nos abrimos, dejando que sus palabras resuenen en nosotros
y nos introduzcan en el arte de amar.
¿Quién
es este amigo, experto en el arte de amar, que nos ofrece su amistad y su
sabiduría? Lo dice así un escritor cristiano: “Muchos han tratado de entender
el amor. Pero ninguno lo ha conseguido como los discípulos de Cristo. Porque
tienen como Maestro a la misma Caridad”. Cristo es el Maestro del que tenemos
necesidad para aprender a amar: Él nos ha amado primero y nos amará hasta el
fin de nuestros días, sin reservarse nada. En su escuela cada uno aprenderá, no
solo la fascinación de la música, sino el arte de tocarla, de componer nuevas
melodías.
6.
¿El amor es algo espiritual o se vive y expresa gracias a nuestro cuerpo?
Nuestro
cuerpo no es un objeto más. Se parece, es verdad, al resto de las cosas (tiene
un peso, un tamaño, un color...). A veces otros lo tratan así: pasan a nuestro
lado sin saludar o nos miran con ojos posesivos o nos tratan con violencia.
Pero nos sentimos mal cuando esto ocurre. Y es que el cuerpo no está solo fuera
de nosotros, no es solo lo que observo por fuera, sino también lo que siento
por dentro, mi propia intimidad. Con el cuerpo hacemos cosas, pero en el cuerpo
forjamos también nuestras inclinaciones, nuestros gustos y preferencias. El
cuerpo no es solo una cosa que tengamos, sino algo que somos: las sensaciones
que experimentamos, los deseos que nos mueven. De esta forma el cuerpo me
habla. Es como si tuviese un lenguaje. ¡Y qué importante es saber descifrarlo!
Quien no lo entiende no se entiende a sí mismo. El lenguaje del cuerpo me dice,
en primer lugar: no eres un ser aislado. Por el cuerpo nuestra vida se
manifiesta a otros, los acontecimientos nos afectan por dentro, participamos en
el mundo que nos rodea. Gracias al cuerpo entendemos, también, que no nos hemos
dado la vida a nosotros mismos. Nuestro cuerpo se formó, admirablemente, en el
seno materno. Por eso el cuerpo te invita a mirar a tu origen: ¿de dónde vengo?
Y el cuerpo responde con palabras de la Biblia: “tus manos me formaron en las
entrañas maternas...” (Job 10,8; Jer 1,5). Es verdad que a veces no nos gusta
nuestro cuerpo. ¿Y si fuera más alto, más fuerte, más atractivo? La respuesta
suena: entonces no serías tú; y la gente que te ama de verdad te ama por lo que
eres y como eres. Lo que importa no es tener un cuerpo perfecto, sino saber que
tu cuerpo es bueno y aceptarlo como un regalo, incluyendo sus límites. Solo
entonces aprenderás a entender el lenguaje del cuerpo, y sabrás también
expresarte con él.
7.
¿Es verdad que nuestro cuerpo está hecho a imagen de Dios?
En
nuestro cuerpo son evidentes las huellas de quien nos ha formado, los dedos del
Creador que actuaron a través del amor de nuestros padres. Por eso, antes de
nada, nuestro cuerpo nos “dice” que hemos sido hechos, que somos “hijos”. El
cuerpo, además, nos “habla” de las personas que nos rodean y nos permite
dialogar con ellas. La mano tendida es un signo de ayuda, la sonrisa es signo
de aprobación, el abrazo un gesto de acogida. Y en el encuentro del hombre y la
mujer, el cuerpo nos permite amarnos en totalidad, hasta hacernos una sola
carne. El cuerpo, donde vivimos nuestra intimidad, nos abre a la intimidad con
otras personas, permite compartir el mundo. Por eso el cuerpo nos invita a
descubrir al otro y a acogerle en nosotros. En el encuentro del hombre y la
mujer habla el cuerpo, a través de la sexualidad, el lenguaje del amor
conyugal. Un lenguaje que, también en este caso, es difícil de aprender:
hablarlo es todo un arte. Pero quien lo domina bien, evitando faltas de
ortografía y usando las palabras correctas, puede comunicarlo todo, en la
plenitud del amor.
Entendemos
ahora por qué el cuerpo es tan importante para el hombre: es capaz de expresar
el amor. Nos dice que venimos del amor y que vamos hacia el amor; nos dice que
nuestra vida da fruto en el amor. En la primera epístola de Juan (1Jn 4,8)
leemos que Dios es amor. Él no es un ser apartado de todo, solitario, encerrado
en sí mismo. Sino el amor pleno y eterno entre el Padre y el Hijo, que se unen
en el Espíritu Santo. Dios no vive en un monólogo, sino en un diálogo continuo
de amor y vida. Y ese misterio de su vida interior lo ha querido comunicar a
nosotros a través del cuerpo: en el cuerpo se puede inscribir la imagen de
Dios, porque Dios es amor. Cuando recibimos nuestro cuerpo con gratitud,
aceptándolo como un regalo; cuando expresamos con nuestro cuerpo el amor a los
otros, acogiéndoles, ayudándoles. Entonces en el cuerpo Dios pone su sello,
Dios se hace visible y se transparenta en el mundo. Y nos asemejamos a Él.
8.
¿El hombre y la mujer son en verdad diferentes, en qué consiste su distinción?
Ciertamente,
el hombre y la mujer son diferentes. El cuerpo tiene su lenguaje, y este nos
“habla” también de la diferencia sexual. Esta diferencia permite la unión más
plena entre el hombre y la mujer: una unión fecunda, que puede dar la vida. La
diferencia de la que hablamos, sin embargo, no se debe al desarrollo accidental
realizado por la evolución biológica o a las diferentes culturas, con sus
costumbres y modos de educar.
El
hombre y la mujer no provienen del azar, sino del amor de sus padres, mediante
el cual se manifiesta la fuerza creadora del amor de Dios. Si la diferencia
sexual entre el hombre y la mujer fuera solo fruto de la casualidad o de los
acontecimientos de la historia, también sería fortuito el amor que nos ha
traído a la existencia, y la vida sería un viaje de la nada hacia la nada, como
un sueño. La diferencia que existe entre un hombre y una mujer es más profunda
que la que vemos entre las razas, las lenguas y las culturas. El hombre y la
mujer son, no solo diferentes, sino también complementarios. Se necesitan el
uno al otro para enriquecerse recíprocamente.Esto no quiere decir que hombre y
mujer sean como las piezas de un puzzle. El hombre y la mujer no son una “media
naranja” para el otro que, cuando se unen, quedan cerrados en sí, formando una
burbuja. Su amor, por el contrario, se expande, da fruto más allá de ellos,
construyen algo juntos y se abren a un misterio que siempre ofrece más. Y es
que el amor entre hombre y mujer se basa sobre algo más grande que ellos dos.
Ambos se unen en la dimensión de Dios, que les creó y escribió en sus cuerpos
el lenguaje de la sexualidad; que les descubre el misterio de la persona amada
y bendice su unión con el fruto de una nueva vida, de valor infinito. Sí,
hombre y mujer, con la misma dignidad, son diferentes. La diferencia les obliga
a salir de sí mismos, a aceptar al otro, a abrirse a un misterio más grande, el
misterio mismo de Dios, hacia quien caminan juntos.
9.
El sexo, ¿es algo corpóreo o espiritual?
La
Iglesia prefiere, más que de sexo, hablar de sexualidad, porque la sexualidad
afecta a toda nuestra vida y no solo a una parte de ella, a un órgano o a un
deseo particular. La sexualidad, por otra parte, tiene distintas dimensiones:
genética (hombre y mujer tienen distinto ADN), gonádica (diferentes órganos
sexuales), fisiológica (distinta forma del cuerpo), psicológica (tenemos
distinto modo de ser, de reaccionar afectivamente) y, por último, espiritual
(la sexualidad toca a nuestro mismo centro como personas, a la manera en que
amamos y somos amados). No son dimensiones separadas, sino que todas se unen en
mi cuerpo, que es la fuente de donde brotan nuestras vivencias. Ser hombre o
ser mujer no es un simple dato que ponemos en nuestro pasaporte, sino una
dimensión de nuestra identidad, un modo de responder a la pregunta fundamental:
“¿quién soy yo?” Pensemos, por ejemplo, en lo importante que es haber recibido
la vida de otros, haber sido engendrado del amor de nuestros padres. Y también
en la capacidad que tenemos para dar vida a otras personas. Esto no es
accesorio, sino central para nuestra vida, y está unido a la sexualidad. Por
eso la sexualidad no es solo una atracción hacia la otra persona, sino también
un elemento que nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos, a partir del cual
nos construimos a nosotros mismos y nuestras relaciones.
La
importancia de la sexualidad nos es bien conocida por la fuerza con la que se
manifiesta. Los otros deseos corporales como el hambre, la sed, o las ganas de
poseer algo se extinguen cuando obtenemos el objeto que buscábamos. No sucede
lo mismo cuando anda por medio la sexualidad. ¿Cómo es esto? Es que la sexualidad,
como hemos dicho, es una ventana abierta a un misterio, que no se dirige a una
cosa, sino a la comunión con una persona. Por la sexualidad percibo que no
puedo vivir para mí mismo. En ella encuentro una llamada profunda al amor, y en
el amor se juega el sentido de mi vida. Si alguno la utiliza solo para darse
fácil satisfacción, no realiza una comunión personal y se convierte en presa de
un narcisismo estéril.
10.
¿Cómo comportarse cuando se experimenta la atracción hacia alguien?
Al
hombre le atrae el cuerpo femenino, y a la mujer el masculino. Despiertan en
ellos impulsos y deseos. Para aprender a amar es necesario descifrar el
lenguaje de esta atracción sexual hacia la otra persona, que tiene tres
niveles. El primero es el de la atracción física que experimentamos hacia la
persona del otro sexo. Esta tiene tanta fuerza porque apunta a algo más grande
que nosotros, al misterio de la persona amada. Solo quien descubre esa belleza
más profunda puede descifrar el verdadero sentido de los deseos. Quien se queda
solo en el placer físico acaba en desilusión: como ocurre con la droga, la
sexualidad cada vez le da menos placer y cada vez le hace más adicto a ella.
Está luego el nivel psicológico de la sexualidad: nos atraen las cualidades
masculinas o femeninas de la otra persona. Es el mundo de los afectos y
sentimientos que me ligan al otro. Estos son tan bellos porque veo en ellos la
posibilidad de construir un mundo común: la otra persona se hace presente en
mí.
Ahora
bien, los sentimientos van y vienen, como las olas del río. Muchas de esas olas
se estrellan en la orilla y allí se acaba su fuerza. Pero el río tiene un
movimiento más profundo, el de su corriente, que le conduce hacia el mar. El
arte de amar es lograr que mis sentimientos se vuelvan también hondos, que
impulsen la vida, que hagan madurar y crecer el amor mutuo. Para ello he de
descubrir que, más allá del sentimiento, está el encuentro con la otra persona,
que me aparece como alguien único, singular, distinto de todas las demás cosas.
Es el nivel personal de la sexualidad, en que aprendo a “vivir para el otro”
trenzando una vida común. El periodo de noviazgo sirve para comprobar si
nuestra atracción y sentimiento han madurado hasta el fondo, si hemos llegado
al nivel personal. ¿Nos movemos todavía según las vibraciones del río, que se
estrellan en la orilla? ¿O hemos encontrado un amor estable, que abre un
camino, el de la corriente que va hasta el océano, llenando de vida sus
márgenes?
11.
En mi cuerpo siento una llamada a amar: ¿cómo puedo responder a ella?
Nos
cuenta la Biblia (1Sam 3,1-18) que el joven Samuel escuchó, en la noche, una
llamada. Se despertó por tres veces y preguntó quién le había llamado, pero sin
respuesta. ¿Era solo su imaginación? Algo parecido nos ocurre a nosotros. En
nuestro cuerpo sentimos también como una llamada, y vamos preguntando quién
será su origen y qué querrá decirnos. Como Samuel, nos dirigimos a quienes
tenemos cerca: “¿me has llamado tú?”
El
camino del amor, decía Juan Pablo II, es como subir por un torrente que viene
de la montaña, hasta encontrar el manantial. Para entender adónde nos lleva el
amor, hemos de descubrir de dónde viene. ¿Quién ha escrito en mi cuerpo estos
deseos de amar? ¿Por qué me fascina tanto la belleza? Y, ¿cómo hacer que mi
vida esté a la altura de esa llamada, que sea también una vida bella?
Como
hemos visto, nuestro cuerpo nos revela ante todo que el manantial del amor es
Dios, que nos ha creado a través del amor de nuestros padres. Es Él quien nos
habla, es Él quien nos llama al amor. Para responderle basta aceptar con
gratitud el don de la vida y ponernos a su disposición como hijos. Solo si
somos hijos, si recibimos el don de Dios, descubrimos que el amor nos convoca a
una entrega. Entonces entendemos el amor esponsal: Dios me ha dado a esta
persona para que la ame; Dios ha confiado mi vida a esta persona que me ama y
recibe. ¡Somos los dos un regalo del Padre! Y si nuestro amor bebe del
manantial, que es el origen del amor, entonces los dos juntos rebosaremos vida,
con amor paterno y materno, dando un fruto insospechado. Ser hijos, esposos,
padres: es la mayor respuesta a la llamada del amor.
12.
El pudor que experimento ante la sexualidad, ¿no es acaso una limitación que
hay que superar?
El
pudor es un sentimiento con doble significado. Tiene un lado negativo: con ella
queremos esconder algo, evitar que salga a la luz. Pero hay también una
vertiente positiva: si escondemos algo es porque tiene valor, porque
comprendemos que es bello y precioso y no queremos que otros abusen de ello. Se
ha comprobado que en todas las culturas, aun las más primitivas, existe el
pudor en el comportamiento sexual. Es que se trata de una experiencia
fundamental que revela el significado principal de nuestra vida y nuestras
acciones. No solo sentimos pudor en relación a la sexualidad, sino también en
todo lo que toca a nuestra intimidad. Nuestra intimidad es algo precioso y solo
la revelamos a quien la recibe con aprecio en un marco de mutua comunicación.
Por eso nos enfada que un amigo revele nuestros secretos sin nuestro permiso.
Pues bien, la sexualidad es una dimensión de la intimidad humana que toca al
centro de quiénes somos. Tiene que ver con la capacidad de amar, con la verdad
del cuerpo, con el hacerse “una carne” en el amor entre hombre y mujer (Gén 2,
24). La revolución sexual de nuestros días ha denigrado el pudor, como si fuera
propio de personas reprimidas. Pero el efecto real ha sido banalizar la
intimidad humana. Vivir en plenitud la sexualidad no consiste en dejar atrás el
pudor, sino en descubrir el rico significado que contiene y la intimidad que
permite.
13.
Si el sexo es un impulso natural, ¿por qué hay tantas normas que lo prohíben?
La
sexualidad, las inclinaciones que conlleva, son cosas naturales. Pero no se
pueden vivir de cualquier manera. Hace falta interpretar su lenguaje, descubrir
su significado. No pueden ser fuerzas que tiren de nosotros en distintas
direcciones, dividiendo nuestra vida. ¿Cómo integrarlas en un solo haz? De esto
depende nuestra respuesta a la gran llamada, la gran “vocación al amor” que es
la vida del hombre en la tierra. En la sexualidad está en juego nuestra
capacidad de amar y por eso hacen falta indicaciones que nos ayuden a
orientarnos: las normas morales no representan solo reglas y prohibiciones,
sino que nos permiten reconocer errores en nuestras acciones, errores que nos
hacen daño.
Es
como el árbol que, cuando es pequeño, necesita que lo atemos a un palo recto, y
protejamos con una valla sus raíces, para que pueda hacerse alto y dar mucho
fruto. Lo importante en el árbol no es la verja que lo protege, ni el pequeño
palo que lo endereza, sino el fruto y la sombra que llegará a dar. Lo mismo
ocurre en nuestras acciones: lo más importante no son los límites sino, sobre
todo, el camino hacia una perfección. Pero existen unos mínimos. Por debajo de
ellos no se da el amor verdadero. La Iglesia no solo enseña las normas que
prohíben los actos malos (actos, es bueno recordarlo, que en primer lugar hacen
malo a aquél que los realiza), sino que se preocupa sobre todo por transmitir
el significado pleno de la sexualidad. No nos dice solo un “no”. La Iglesia
sobre todo nos invita a pronunciar un gran “sí”, a abrazar nuestros deseos más
verdaderos. Y para hacerlo, nos recuerda que es necesario poseer una virtud: la
castidad. Castidad no significa “no realizar actos sexuales”. La castidad
consiste en unificar todas las aspiraciones y deseos del corazón para que
puedan expresarse en plenitud, en comunión con la persona amada. La castidad
significa integrar todos los significados de la sexualidad para que puedan ser
vividos plenamente. La castidad significa amar de verdad.
14.
¿Por qué la masturbación es un pecado, si no hago mal a nadie?
El
pecado no es solo lo que daña al otro. Pues puedo dañarme a mí mismo,
incapacitarme para el amor verdadero, aunque no dañe directamente a otra
persona. Esto es lo que ocurre en la masturbación, donde busco la excitación
sexual para mí mismo. Con ello hago expresarse a mi sexualidad en contra de sus
significados básicos: la unión con la otra persona y la fecundidad. Es como si
mintiese con mi cuerpo. Este pecado lo suele provocar la tristeza de quien se
siente solo y conduce a una tristeza todavía mayor: el vacío de un placer sin
sentido.
La
malicia de este acto se comprende mejor cuando descubrimos la luz contenida en
la pureza. Esta consiste en unos ojos limpios, que permiten descubrir una luz
especial, la luz del amor. Mi sexualidad se comprende entonces como una fuerza
para entregarme a la otra persona y descubrirla en su dignidad. El cuerpo de la
otra persona se respeta en su belleza, a la luz del amor. “Bienaventurados los
limpios de corazón”, dice Jesús (Mt 5,8). Esta bienaventuranza promete nada
menos que la visión de Dios, cuya clave es precisamente el amor. Los limpios de
corazón son capaces de mirar el mundo con una mirada nueva, pues descubren la
luz del amor, que viene de Dios. Por eso sus fuerzas de amar no están
desperdigadas, sino unidas: el amor es un centro que ordena todas sus fuerzas
para amar y les da armonía y belleza. Y pueden querer con toda el alma una sola
cosa. La guarda de los sentidos, en especial la vista, es necesaria para vivir
con alegría y fidelidad la vocación al amor.
15.
¿Cómo debe comportarse quien siente una inclinación sexual ante una persona del
mismo sexo?
Si
queremos comunicar algo no podemos usar las palabras en el orden que nos
parezca. El lenguaje tiene sus propias leyes, su gramática, que no depende solo
de mis sentimientos o mis inclinaciones. Pues bien, del mismo modo ocurre con
el amor y su lenguaje. Por eso no es suficiente que sienta en mí una
inclinación para que un acto sexual sea bueno. Hace falta que me exprese según
el lenguaje del acto conyugal, que viva íntegramente sus significados objetivos
y corpóreos. ¿Cuáles son estos significados? La unión de hombre y mujer en una
diferencia sexual, que es capaz de crear comunión y hacerse fecunda porque está
abierta a la vida. Ahora bien, son estos precisamente los significados de que
carece un acto homosexual. Si uso el lenguaje de la sexualidad contra estos
significados, no estoy comunicando la verdad del amor, vivo en una ficción.
Es
importante distinguir: cuando digo que realizar un acto homosexual es malo no
estoy diciendo que la persona con inclinación homosexual sea mala. Los actos
son intrínsecamente malos: carecen de los significados básicos para realizar la
comunión de personas por medio de la sexualidad. En cambio, la persona no es
mala por sentir esa inclinación. Al decir que los actos homosexuales son malos
tampoco estamos discriminando a nadie. En efecto, los significados de la
sexualidad son objetivos y válidos para todos, igual que una lengua tiene la
misma gramática para todos. Lo que se pide a la persona que experimenta
inclinaciones homosexuales es lo que se pide a todos: vivir la castidad en el
propio estado. Es verdad que esta persona puede sentir mayor dificultad
subjetiva para esto, según la fuerza de esta inclinación desordenada. Por eso
se requiere una ayuda próxima y comprensiva por parte de la comunidad eclesial.
16
¿El amor es exclusivo, o podemos enamorarnos de dos personas al mismo tiempo?
Hay
enamoramientos que parecen suceder de golpe, sin que nos demos cuenta. Por eso
se habla de amor a primera vista. Al dios pagano Cupido, responsable de estos
amores, se le representa como un niño con alas, armado con una flecha que
traspasa los corazones de los amantes. Se sugiere así la idea equivocada de que
el enamoramiento sucede sin que podamos hacer nada. Afortunadamente no es así:
el amor no prescinde de nuestra libertad. Podemos sentir gusto en la presencia
de otra persona y en el trato con ella. Pero esto no es directamente signo de
un amor verdadero. Por eso se puede sentir hacia varias personas. La cosa
cambia cuando nos implicamos personalmente en el amor para construir una
intimidad común, viviendo el uno para el otro. Aquí se requiere apreciar que la
otra persona es única, en su cuerpo y en su espíritu. Por eso se experimenta
una progresiva exclusividad en ese amor. Ya no se puede tener de igual modo
hacia dos o más personas.
Cuando
creemos que estamos enamorados no podemos concentrarnos solo en la intensidad
de nuestro sentimiento. Estos pueden cambiar con rapidez e incluso apagarse. Lo
que determina un amor verdadero no es solo la fuerza del sentimiento, sino la
intención de “vivir para el otro”. Por tanto, enamorarse no es algo que
simplemente “me sucede” pasivamente. Es un proceso por el que la otra persona
se va convirtiendo poco a poco en un fin de mi vida (y así, en una vocación).
No es un mero instante que fascina, sino una llamada, cuya respuesta requiere
la madurez interior y la fidelidad en el tiempo. El amor no depende de un
momento de fascinación, sino de la respuesta voluntaria y libre que damos a una
llamada. Al profundizar en el conocimiento de la otra persona se madura en la
relación mutua y es posible construir una vida común, contenido propio de la
promesa matrimonial.
17.
Si el sexo es algo bueno, ¿por qué en la Iglesia hay gente que no se casa y
consagra su virginidad a Dios?
Al
hacerse hombre, Cristo inauguró un nuevo modo de vivir el camino de amor hacia
el Padre, un nuevo modo de expresarse con el lenguaje del cuerpo, de vivir con
plenitud también la sexualidad. Lo hizo así porque, para hacer eterno el amor,
había que trasformarlo, hacerlo semejante a Dios mismo. Con este nuevo lenguaje
Jesús pudo amar a los hombres totalmente, entregándose por todos, con nombre y
apellido, con una entrega esponsal, única. Y dijo: “Tomad, esto es mi cuerpo”
(Mc 14,22).
Las
personas que se consagran y viven virginalmente en la Iglesia, siguen este modo
de vivir de Jesús. Pueden vivir así porque participan de Cristo y reciben su
llamada singular. Recuerdan a todas las parejas pasadas que su amor viene de
Dios y que tiene que caminar siempre hacia Dios. Nos enseñan a ver la meta del
amor, más allá de la muerte, en el abrazo del Padre misericordioso. Vivir
virginalmente no es una renuncia del cuerpo. Al contrario, este amor se vive
también en el cuerpo, y se vive como hombre y mujer. Es más, la persona
consagrada nos enseña a ver la gran dignidad del cuerpo: es capaz de entregarse
totalmente a Dios, de hacerle transparente en el mundo, de hacer vivo su amor
divino. Entendemos así que el amor de Dios no es abstracto, sino real y concreto,
que toca nuestro corazón de carne y lo llena, que nos hace capaces de vivir
totalmente entregados a Él.
18.
¿No es excesivo un amor para siempre?
Parece
imposible que dos personas que no son eternas prometan un amor eterno. Y, sin
embargo, no hay un enamorado que, cuando se declara a su enamorada, no diga que
el suyo será un amor “para siempre”. El sentimiento puede cambiar, la atracción
física disminuir; pero el amor, recordemos, llega más hondo que las atracciones
y sentimientos. Es como la corriente profunda que empuja el agua del torrente
hacia el mar, el último destino de la persona. Solo cuando miran a este
destino, los enamorados sienten vibrar la promesa de algo más grande, y se hace
posible amar para siempre. Es que en ese destino, que está inscrito en la
persona, se percibe algo eterno.
Para
amar para siempre debemos entonces reconocer lo que hay de eterno en la otra
persona: su nombre, su historia, su destino. Sin la ayuda de Dios y de su amor,
que se manifiesta también mediante la relación con la familia, los amigos y la
misma Iglesia, es imposible tener fe en esta promesa de eternidad. Alguien
preguntará: ¿no dejamos de ser libres cuando decimos para siempre? ¿no es mejor
vivir sin compromisos? Pero sucede justo al revés. Para decir “para siempre”
hay que tener el futuro en las manos. El que no puede prometer, ese vive solo
en el presente estrecho, no tiene espacio para moverse, el futuro no es suyo...
no es libre. No puede proyectar el mañana ni soñar en dar fruto. Solo tiene un
camino quien no cambia de horizonte. La promesa de eternidad que vive en el
amor, requiere ser mantenida paso a paso. El “para siempre” que lleva dentro de
sí se juega en el “día a día”, construído con la paciencia y el perdón.
19.
Si estamos sinceramente enamorados, ¿por qué no entregarnos sexualmente antes
del matrimonio?
La
sexualidad es una dimensión propia del amor entre el hombre y la mujer, pero no
todas sus expresiones son justas: todo depende de la verdad del amor que
expresan. Todo depende de la verdad del amor que expresen. Comprendemos
fácilmente que no basta con “gustarse” para realizar un acto sexual con otra
persona. Es que la verdad de tal acto no es “gustarse juntos” sino formar una
vida en común. Por eso la verdadera unión sexual con el otro exige una comunión
de personas: es la entrega real y definitiva de “vivir para el otro”. Por eso,
antes del matrimonio, las manifestaciones afectivas y sexuales deben respetar
la verdad de un don recíproco, que no se ha dado todavía en plenitud. Si
realizo el acto conyugal sin haber dicho a la otra persona un “sí para
siempre”, entonces estoy mintiendo con mi cuerpo. Mi sexualidad expresa algo
(te amo para siempre) que no quiero de verdad decir a la otra persona. La
experiencia enseña que las relaciones prematrimoniales no hacen más estables a
los matrimonios, sino al revés. La razón es que enturbian gravemente el sentido
de entrega propio de la sexualidad humana.
20.
¿No impone el matrimonio demasiadas normas y responsabilidades, todas a la vez?
Para
amar, hay que abandonar el individualismo. Si esto no ocurre, entonces el
matrimonio es solo una convivencia satisfactoria, en que importan sobre todo
los deseos subjetivos de quienes conviven: mis gustos, mis ideas de la vida,
mis proyectos. Pero entonces, cuando llega una desilusión, o la frustración
ante dificultades, se descubre lo frágilque es el vínculo. Pero el matrimonio
es mucho más que dos personas que se unen para conseguir cada uno su propia
felicidad. El matrimonio es una comunión de dos personas. Su grandeza es que
cada esposo vive “para otro”, y por eso puede realizar un plan que supera los
deseos de los dos amantes. Hay algo más grande, un “nosotros” común, una
historia juntos: ambos dicen “sí” al bien de la comunión entre ellos. Y ahora
la medida de la unión ya no son los deseos subjetivos de cada uno. Lo que les
une es la grandeza de una promesa que han visto en la otra persona y les supera
a los dos: perciben en su amor una promesa de Dios hacia ellos. Por eso, el
contenido del matrimonio no queda al capricho de los esposos, sino que obedece
a un plan de Dios al que consienten el día de su boda. Y ahora no solo se
prometen el amor que sienten: dicen “sí quiero” a lo que Dios les promete, con
toda su grandeza y sus exigencias. Por eso la “comunión de personas” nunca se
acaba en la simple situación de estar juntos, sino que requiere la promesa de
una “íntima comunidad de vida y amor” (Gaudium et spes, n. 48).
21.
Si el amor entre el hombre y la mujer es algo natural, ¿por qué hace falta
casarse por la Iglesia con un sacramento?
El
primer milagro de Jesús tiene lugar en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Dos
esposos estaban celebrando su matrimonio cuando se acabó el vino. Entonces
Jesús quiso hacerles un regalo, el regalo de su amor, de su gozo. Para ello les
pidió algo humilde (el agua) y la convirtió en algo mejor, en aquello de lo que
tenían necesidad (el vino). Aquello que ocurrió en Caná es lo que sucede cuando
celebramos un sacramento como el matrimonio. Jesús, para hacer el regalo de su
vino, pide a los esposos que le presenten el agua de su amor humano, la entrega
que se hacen el uno al otro, el “Sí” que se intercambian. Jesús toma este amor
tal como es para hacerse presente en él, para hacerlo signo del amor que le une
con su Iglesia. El don que reciben los esposos es su bendición, su fuerza, su
amor divino, el único capaz de sostener el amor que les une. Por eso es muy
importante que nos casemos en la Iglesia de Cristo: porque solo si llevamos
ante Él nuestro débil amor, podemos amar a la otra persona como Él nos ha
amado.
22.
¿Por qué dos esposos que se dan cuenta de que se han equivocado no pueden
divorciarse?
Cuando
nos equivocamos, cosa que sucede a menudo en la vida, es necesario corregirse:
en el trabajo, en el familia, en la sociedad. Sin embargo, con el amor, las
cosas son distintas. Si dos personas se aman y deciden casarse, su elección no
puede tener fecha de caducidad. Nadie dice “te amo hasta el 30 de Junio” o “te
amo los viernes por la tarde.” El amor se alimenta de una fidelidad que
requiere permanencia por encima de las pruebas.
Es
imposible hablar del amor entre esposos sin asumir su continuidad en medio de
las dificultades, “en la prosperidad y la adversidad, en la salud y en la
enfermedad”. La entrega conyugal es incondicional. Esta entrega no puede
cuestionarse, sino que encuentra en las pruebas la posibilidad de manifestar su
verdad. Cuando lleguen los problemas tenemos que pensar: no nos hemos
equivocado al amar, ni cuando elegimos entregarnos, sino que hemos de seguir
amando de un modo que responda a estos acontecimientos concretos de la vida,
que nos vienen sin elegirlos nosotros. Las dificultades de la convivencia, en
especial cuando se sufre la infidelidad del otro cónyuge, son motivo de grandes
sufrimientos que hacen difícil o incluso imposible continuar viviendo juntos.
Es aquí donde el cristiano sabe que experimenta una fidelidad mayor que sí
mismo: es la fidelidad de Cristo a la Iglesia. Cristo es fiel aunque el hombre
sea infiel. Por eso el cristiano, aun abandonado injustamente, encuentra
sentido en su fidelidad plena al compromiso adquirido, que excluye cualquier
tipo de unión posterior mientras viva el otro cónyuge. La gracia del sacramento
le permitirá descubrir este sentido y convertirlo en fuente de vida y de
perdón. Un amor que perdona es un amor que permanece y descubre la fuente del
amor eterno de Dios (1Co 13,8).
23.
¿Es posible considerar modelos de familia diversos del “tradicional”?
A
veces los problemas en la familia son tan grandes que parecen insuperables: la
música del amor parece que se ha apagado, o nos cuesta perdonar las ofensas
recibidas... En estos momentos debemos recordar que lo que nos une como familia
es algo más grande que nosotros mismos y nuestros problemas. Aquello que une a
los esposos, su bien común, es más importante que el bien de cada uno tomado
individualmente. En vista de tal bien merece la pena seguir adelante. En todo
caso, la solución nunca es echar todo el pasado por la borda y empezar de cero:
la vida del hombre no se puede “reinventar” cada vez que las condiciones son
desfavorables.
Los
problemas que afectan a la intimidad de las personas no se resuelven con
soluciones técnicas a lo que es en verdad una cuestión personal, que pone en
juego la felicidad y libertad humanas. En concreto, hay que rechazar la imagen
de una “familia a la carta” como solución a los problemas familiares. La
construcción de una familia es la formación de una comunión de personas que
cuenta con un plan trascendente, más allá de las simples decisiones humanas.
Esto hace estables e incondicionales las relaciones familiares, que son soporte
imprescindible para la madurez personal y base de la sociedad. No se puede
pretender igualar la realidad de una familia fundada en el auténtico matrimonio
con otro tipo de uniones que dependen solo del deseo subjetivo de las personas.
Considerar
distintos “modelos familiares” es ignorar la relación entre los deseos humanos
y la plenitud de vida que ofrecen. En estos modelos familiares “alternativos”
el deseo de las personas no comparte todos los bienes de la unión matrimonial y
no garantiza ninguna estabilidad, lo cual daña tanto a los que constituyen este
núcleo familiar “alternativo”, como a la sociedad. El don de la estabilidad, la
educación inicial de los hijos y la acogida de las personas que ofrece la
familia son bienes que deben ser apreciados por el Estado y reconocidos como el
fundamento de las políticas familiares, por la aportación inmensa que las
familias ofrecen a la sociedad. Solo la familia con su estabilidad garantiza de
hecho un verdadero progreso social.
24.
Si el amor humano es en sí algo tan bueno, ¿por qué no basta un matrimonio
civil?
Sabemos
que el amor humano es muy frágil, su lenguaje nos es oscuro y el camino al que
nos conduce es difícil de seguir. Por eso es importante que el hombre y la
mujer pongan delante de Cristo su promesa: solo de este modo, como en Caná, Él
recibirá el don de los esposos y lo hará crecer, trasformándolo en algo mejor,
más fuerte. En el matrimonio religioso el hombre y la mujer piden a Jesús
participar de la fuerza de su amor, el mismo amor que le ha permitido
sacrificarse hasta la muerte. Este es el regalo que marido y mujer reciben de
Cristo el día de su boda: la misma caridad de Jesús, ese amor que le hizo
entregarse hasta la muerte. Ese amor es el Espíritu Santo (Rom 5,5), que se
derrama sobre hombre y mujer en el matrimonio. Ahora se pueden amar con caridad
conyugal, su amor se transforma en el vino del amor de Cristo. En el sacramento
los esposos se aman como Cristo les ama. Desde Cristo descubren que son
acogidos, amados, perdonados. Además, a través de Cristo su amor se hace
fecundo en vida eterna: ya no entregan a sus hijos solo la vida de la tierra,
sino también una vida hacia el cielo. Se hacen instrumentos por los que Dios
transmite su paternidad divina.
25.
¿Existe un momento justo para tener hijos y un momento en el que conviene
cerrarse a la posibilidad de la procreación?
Nadie
desea una vida infecunda. Encerrarse en los propios intereses y conveniencias
es el mejor modo de arruinar la propia vida. Pero no es fácil vivir la
fecundidad, que requiere gran madurez interior: estar dispuesto a una nueva
entrega más allá de lo que uno controla o domina. Por eso la fecundidad es una
dimensión del amor que no depende de las meras decisiones humanas o de un
criterio nuestro subjetivo y no puede ser guiada solo por nuestros deseos.
Contraer matrimonio supone entonces estar dispuestos, en condiciones normales
de salud y de edad, a recibir hijos de Dios. La disposición inicial a tener
hijos se vive dentro de unas circunstancias concretas, en que los cónyuges son
responsables del bien común de toda la familia. La posibilidad de recibir un
hijo de Dios se ha de vivir según esta responsabilidad. Es aquí donde los
cónyuges pueden juzgar si conviene o no una nueva concepción. Es un juicio que
corresponde solo a los esposos ante Dios, teniendo en cuenta los motivos graves
asociados a la grandeza de recibir una nueva vida. Este juicio práctico, aunque
a veces pueda ser negativo, no es una cerrazón a la vida, ya que no quita la
disposición a aceptar el juicio de Dios, Señor de la vida. Solo Él puede
decidir en última instancia acerca de la existencia de un nuevo ser. Por eso la
paternidad responsable puede juzgar que no es conveniente un nuevo embarazo,
pero no puede decidir que no quiere de ningún modo que un hijo venga al mundo.
Esto sí sería una decisión anticonceptiva, cerrada a la vida.
26.
¿Por qué debemos estar abiertos a la procreación?
La
procreación es uno de los significados propios del amor conyugal que no puede
ser nunca negado. Pues los esposos, en cada acto, se comunican totalmente, tal
y como son, incluyendo también el don de la fecundidad. Cuando no quiero donar
esto a mi cónyuge no me estoy entregando del todo.
“La
posibilidad de procrear una nueva vida humana está incluida en la donación
integral de los esposos. [...] De este modo no solo se asemeja al amor de Dios,
sino que participa de él, que quiere comunicarse llamando a la vida a personas
humanas. Excluir esta dimensión comunicativa mediante una acción que trate de
impedir la procreación significa negar la verdad íntima del amor esponsal, con
la que se comunica el don divino” (Benedicto XVI).
Este
significado procreativo se fundamenta en el lenguaje del cuerpo y no es una
mera intención de los cónyuges, sino la expresión de su amor, que se manifiesta
mediante el acto conyugal. Por eso un acto sexual entre los esposos al que
intencionadamente se priva del significado procreativo, no se puede considerar
conyugal, y es por tanto inmoral. Del mismo modo que tampoco es verdadero acto
conyugal uno que se impone a la otra persona contra su voluntad, pues se
suprime ahora el otro significado del acto: la unión de amor entre los esposos.
La realidad del cuerpo impide la reducción de la fecundidad a una mera
intención genérica o global en la existencia. Esta se hace presente en toda
donación corpórea. Por eso no basta estar abiertos a la vida en general, y
luego realizar actos anticonceptivos; igual que no basta tener una actitud
general de aprecio por la verdad, si luego en ocasiones decimos una mentira.
Esta
dimensión de la fecundidad no se manifiesta solo en la procreación, sino
también en la educación de los hijos. La persona humana no se produce, sino que
se engendra, y la educación es la expresión continuada de la generación humana.
La paternidad responsable significa custodiar y educar a los hijos hasta que
alcancen la madurez suficiente para encontrar su propia vocación al amor.
27.
¿Por qué no acudir a los distintos anticonceptivos?Las técnicas de
planificación natural de la fertilidad, ¿no son acaso unos anticonceptivos
permitidos?
Las
técnicas anticonceptivas privan deliberadamente al acto conyugal de su
dimensión procreativa. Los esposos que los usan han decidido renunciar a su
fecundidad, a través de un acto intrínsecamente malo, contrario a la verdad de
su amor conyugal. Pero supongamos otro caso distinto: dos esposos prevén que un
acto sexual será fecundo y juzgan responsablemente que no es conveniente
concebir un hijo. Por eso consideran inconveniente el acto y no lo realizan.
Ahora no se trata de un acto anticonceptivo, porque los esposos no actúan
contra ninguno de los significados de su amor conyugal. Por el contrario,
estamos ante un ejercicio de responsabilidad dentro de una disposición real
de apertura a la vida. He aquí, la
diferencia fundamental entre las técnicas anticonceptivas y los métodos
naturales: los unos manipulan el significado del acto conyugal, los otros
favorecen la acción responsable de los esposos. La diferencia es de contenido y
no ligada al hecho de que unos son artificiales y otros naturales. Los unos son
inmorales, los otros pueden ser aceptados.
28.
El aborto, ¿no puede ser considerado en algunos casos límite, un mal menor?
Un
acto es moralmente malo porque daña a la persona que lo comente. Más allá de
sus consecuencias o de la intención subjetiva, el aborto es el homicidio de un
inocente y el que lo realiza se convierte en un homicida. Por eso la gran
víctima del aborto es la mujer que elige hacerlo. Es ella la que necesita más
ayuda para sanar la herida terrible del mal cometido. El aborto no es nunca un
mal menor. Llegar a comprender las razones de quien quiere abortar no impide
desenmascarar los falsos argumentos con los que se intenta justificar el mal.
Los cristianos deben ayudar a cada persona, a través de un ejercicio de verdad,
a reconocer su culpa y a recibir la misericordia de Dios. La Iglesia no solo
lucha por defender el derecho delmás débil, del no nacido; sino también por
ayudar a las madres que tienen dificultad para llevar adelante a sus hijos; y
por “sanar” a las que han abortado, ayudándolas en el difícil camino de
arrepentimiento y reconciliación.
29.
Si no se tienen hijos y se desean mucho, ¿por qué no recurrir a las técnicas de
reproducción asistida?
El
deseo de paternidad de cada pareja de esposos es siempre lícito, justo y bello.
Un hijo, sin embargo, es algo más que un deseo, es algo demasiado precioso para
que pueda depender solo de una decisión personal. Al hijo no podemos desearle
como se desea un objeto, que se consigue a base de esfuerzo o dinero. La única
forma de recibir un hijo es acogerle en toda su dignidad personal. Las técnicas
de reproducción asistida siguen una lógica productiva: eliminan cualquier
producto (hijo) defectuoso, congelan los embriones, investigan sobre ellos y
destruyen aquellos que no se consideran convenientes. Esto es, obran de modo
contrario a la dignidad personal.
Solo
se puede recibir a un hijo como un don de Dios. Así lo recuerda Eva, la primera
mujer, la primera madre de la historia: “He concebido un hijo con la ayuda de
Dios” (Gén 4,1). Por eso no puede decirse que los cónyuges “tengan derecho”
sobre una persona, sino que se han de disponer a recibirla con el
agradecimiento de un don. Lo contrario se opondría a la dignidad del hijo. La
Iglesia conoce bien el sufrimiento de los esposos que no pueden tener hijos. Les
ayuda informándoles de los medios lícitos para tenerlos y liberándoles del
deseo de procrear “a toda costa”, invitándoles más bien a descubrir su
fecundidad dentro del plan de Dios. La Iglesia les hace ver la fecundidad
dentro del plan de Dios, que también se puede vivir por la adopción, la acogida
o la entrega generosa en el cuidado de la infancia.
30.
Si el amor es cosa de dos, ¿por qué, para casarnos, es necesario una
celebración pública?
Nuestra
vida se apoya siempre en otros, los necesita, como necesitamos oxígeno para
respirar. Necesita sobre todo a Dios, que sostiene el amor, lo hace durar y le
permite crecer. Por esto tenemos necesidad de una celebración pública: porque
en el rito religioso se manifiesta la petición de ayuda a aquellos que nos ayudarán
a construir el amor. Es la ayuda de nuestras familias, de nuestros amigos, de
la sociedad. Es la ayuda de Dios, que nos promete su presencia.
El
amor de los esposos tiene una dimensión social. Solos no pueden amarse. El amor
que sienten lo han aprendido en una familia, y con su familia construyen la
sociedad. Por eso su amor no es algo privado, que solo les concierna a ellos.
Al entrar en la Iglesia, el amor de los esposos pide ayuda, reconoce necesitar
apoyos: los de otras familias, los de la sociedad, de la comunidad creyente, de
Dios. La Iglesia, en la liturgia, dice a los esposos algo importante: “no
estáis solos. Yo os ofrezco un lugar en el que construir vuestro hogar. Yo os
abro a una gran familia para que os apoyéis en ella para fundar la vuestra.
Solo así podréis vivir plenamente vuestro destino de amor y acoger los dones
que Dios os dará.”
Y,
a la vez, en esa liturgia, los esposos se preguntan: ¿qué podemos hacer
nosotros por la Iglesia? La construiremos en lo pequeño, en el día a día, con
el testimonio de nuestro amor y trabajo. Haremos de nuestra vida una liturgia,
de nuestro hogar un templo donde oramos y enseñamos a nuestros hijos a orar, de
nuestro trabajo una alabanza al Señor, fuente de todo bien. Seremos una pequeña
iglesia, una iglesia doméstica.
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